Tuesday, January 20, 2015

Paciencia y tranquilidad a toda máquina (Crónica sobre una estación de tren)

         Es jueves y el clima está raro: hace frío y calor al mismo tiempo. Tal vez es eso lo que lleva a los pasajeros de la Estación Buenos Aires, ubicada en el límite entre Parque Patricios y Barracas, a caminar despacio por el hall central. Tampoco hay mucho que ver: un buffet que promociona, en una cartulina amarilla, las hamburguesas a 15, 20 o 25 pesos; un kiosco pequeño; y un puesto de revistas.
         La pereza alcanza, también, al único perro que está allí: despeinado y esbelto, mira de reojo a los pasajeros que caminan hacia la puerta de salida del edificio pintoresco, recientemente pintado de blanco y verde, para esperar el colectivo 59.
         Un hombre de 60 años, vestido con un delantal, pelado y con nariz aguileña, bosteza y camina unos pasos antes de retornar al buffet. En la barra, detrás de fuentes con empanadas, sándwiches de miga, pebetes y chorizos, hay un muchacho morocho, con anteojos a la altura de la nariz: se toma su tiempo para terminar de comer. No hay apuro. Igual a los que llegan y los que se van. No hay apuro para nada.
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         Los trenes de la Línea Belgrano Sur parten de la Estación Buenos Aires y tienen dos destinos finales: González Catán (La Matanza) y Marinos del Crucero General Belgrano (Merlo). Antes de llegar, el primero pasa por 12 estaciones mientras que el segundo, con el recorrido más largo, alcanza a las 15 paradas.
         La línea se inauguró con el siglo XX al formar parte de la Compañía General de Ferrocarriles de la Provincia de Buenos Aires. A pesar de su edad, nunca consiguió la popularidad de las otras empresas. Esto puede verse hoy en el hecho de que la Buenos Aires es la única estación de la Ciudad a la cual no se puede llegar mediante subte.
         La frecuencia de los servicios varía entre 15 y 50 minutos, según la pantalla que se encuentra enfrente de la entrada principal, que indica no sólo las estaciones sino también si el siguiente tren llevará o no pasajeros.
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—Ya es hora.
         El hombre con los anteojos en la nariz se levanta perezosamente y saca de su bolsillo un boleto que muestra al guarda, quien, con una sonrisa, le da los buenos días.
         Los andenes están renovados: se parecen a los de Nagoya, en Japón, por su extrema limpieza, asientos en el medio y techos para proteger a los tres pasajeros que esperan.
—Hola, buen día—dice un guarda regordete.
—Buen día—responde de manera cortada una chica rubia, con uniforme azul, que rápidamente se sube al tren que se dirige a González Catán.
         La joven camina rápido hasta el primer vagón. De acuerdo tácito, otros trabajadores de la línea (todos con el mismo uniforme) se sientan alrededor de ella, ignorándose mutuamente.
         La tranquilidad entre los viajeros persiste. En el pasillo, dos palomas se asoman indecisas mientras los asientos continúan llenándose. Finalmente, huyen tras el arribo de la última pasajera: baja, sin dientes y con pelo apelmazado. Usa un tapado negro y una frazada floreada sobre sus hombros. Unas manos ennegrecidas reparten papeles que resultan ser pedazos de un diario.
—¡Eesa!—. El trabajador ferroviario está sentado con un compañero; es canoso y mantiene el ceño fruncido todo el tiempo pero lo relaja al ver a la mujer bailando al ritmo de una música inexistente.
—Voluntá. Voluntá—repite la señora mientras estira la mano. Cuando le intentan devolver el recorte de diario, ella los ignora; cuando otros le dan unas monedas, las agarra y los ignora. Un chico le regala dos paquetes de galletitas. Ella los acepta, desconcertada.
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—Superpanchos. Bebidas.
         Los vendedores ambulantes no son novedad en los trenes. De hecho, es normal hallarse con diez o más de ellos a lo largo de un recorrido entre estaciones terminales.
         El trayecto entre Buenos Aires y Marinos del Fournier se realiza en  28 minutos, tiempo en el que se ofrecen desde panchos a música, pasando por pebetes “fresquitos” de jamón y queso, alfajores y empanadas.
         Los pasajeros no compran: prefieren dormir. Los que no descansan, escuchan música o se quejan por el sol; tiran basura al piso o por la ventana (aún cuando se ven trabajadores juntando los residuos cerca de las vías del tren).
         Una pareja se acomoda: ella tiene pelo lacio y engrasado, él utiliza una gorra que tapa su rostro. Charlan en susurros mientras que, con total naturalidad, se desprenden de los objetos que no les sirven: primero un papel, luego el envoltorio de un chupetín. A conciencia o no, ayudan a formar las más de 6300 toneladas de residuos que se producen a diario en la Ciudad de Buenos Aires.
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         La Estación M. del Fournier (como se anuncia en las pantallas, mapas y el boleto) es otro mundo: con una edificación evidentemente vieja, se encuentra muy bien cuidada. No hay ni un solo papel en el piso, ni siquiera pasajes usados. Como sucede en casi toda la provincia, es muy fácil no pagar: no hay controles ni siquiera rejas que restrinjan el paso.
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         La espera es silenciosa salvo por un sonido inquietante que suena cada seis segundos: es la máquina rota para sacar boletos a través de la tarjeta SUBE.
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         Un hombre canoso con un conjunto deportivo azul y zapatos de vestir lustrados prende un cigarrillo y se para cerca de las vías. Observa y encoje los hombros.
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—Doce minutos de atraso—anuncia un hombre obeso con pelo corto y barba. En sus manos aprieta con fuerza un pack de revistas atadas y dos bolsas.
—¿Doce minutos?—. Una mujer se levanta. Está teñida de pelirrojo y tiene rulos. Ambos llevan buzos polares iguales, pero de distinto color. Parece ser su madre.
PIIP
         Cuando el tren llega, hay confusión: por la estación del Partido de La Matanza pasan los servicios dirigidos a González Catán y a Marinos del Crucero General Belgrano y, si bien una voz femenina anuncia el destino, no se entiende nada.
—¡Flaco! ¡Flaco! No va.
—¿No? Ya estaba arriba yo. Estaba buscando asiento y todo. ¿Dijo que iba a Belgrano? —. Un muchacho corpulento camina arrastrando los pies hasta dejarse caer en uno de los cinco grandes asientos de construcción que se encuentran bajo el techo de los andenes.
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         “Rapipago: Muy pronto lo que esperabas en Fournier” anuncia un cartel pegado en la empolvada vidriera de un bar. Los negocios alrededor de la Estación están cerrados. Los que no están en venta o alquiler, tienen los vidrios sucios. Su mercadería parece de otra época: una zapatería, aún con adornos navideños, ofrece calzado femenino de moda hace medio siglo; una supuesta perfumería muestra unas cajas de madera despintadas; una casa de electrodomésticos expone cajas desteñidas por el sol.
         Las calles del barrio están limpias: una mujer baja, con jogging fucsia y una escoba maltratada junta las últimas hojas de los árboles y las pone en una bolsa de alimento para perro adaptada para la ocasión. Cada 10 o 20 metros hay cestos de basura, todos llenos pero ninguno desbordado: botellas de vidrio, papeles de todo tipo y pañales viejos son los principales protagonistas.
         El club para jubilados ferroviarios, “Los amigos de Fournier”, está próximo a la Estación. Adentro, un perro salchicha muy simpático parece ser el único habitante. Él y un improvisado altar con rosarios en forma de collares y pulseras. Porque Fournier es amante de esas dos cosas: de los perros callejeros (los pocos que se ven están muy bien cuidados y tienen disponibles baldes con agua) y las figuras religiosas (hay ofrendas a la Virgen María, a Jesús e inclusive a los Santos; todos reunidos en un pequeño monumento ubicado a una cuadra de las vías).
         Sólo la eventual camioneta con marcha o reggaetón rompe el casi ininterrumpido silencio. Unos pocos habitantes esperan colectivos o caminan despacio hacia la Estación. El resto del barrio parece estar dormido, estancado en el tiempo. Tranquilo y sin apuro.
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         Un par de personas aguardan el tren para volver a Capital Federal y el kiosquero lo sabe. Adentro de un cuartito repleto de mercadería habla por teléfono con total despreocupación.
—Sí. Entiendo. Sí. Sí.
         Parece ser una costumbre en Fournier puesto que la propia boletera tampoco se molesta en terminar su conversación. Demuestra la veracidad del cartel pegado en la ventanilla anunciando problemas en el sistema que llevarían a demoras a la hora de vender los pasajes.
—Sí, sí… Un dentista para el nene... Tiene que cubrirlo... Pero no. Soy de Catán…
         La gente espera. Aún cuando suena el silbato que anuncia el descenso de la barrera o cuando es su tren el que se acerca: nunca se inmuta. Algunos están de paso, pero la mayoría, por su familiaridad entre sí, parece ser de ahí. Usan la Estación casi a diario aunque ninguno sabe por qué se llama así. “Ni idea” y “si te digo te miento” son sus respuestas.
         Lo curioso es que la palabra francesa fournier significa panadero, aquel que trabaja de noche y duerme de día, actitud que parecen tomar sus habitantes. Históricamente, refiere al rastreador Fournier que realizó un viaje de rutina en 1949 hacia Ushuaia pero nunca retornó. Tras una intensa búsqueda aérea y marítima, hallaron los cuerpos de los marinos, conmoviendo a los bonaerenses que decidieron homenajear a los desaparecidos a través de sellos postales, monumentos y estaciones de ferrocarril, como la de Belgrano Sur.
         El dato permanece desconocido para los pasajeros que día a día utilizan el transporte. De hecho, ningún cartel o monumento puede encontrarse en los alrededores. Pero no parece importarles.

         El silbato vuelve a sonar, anunciando la partida del tren. Los dos o tres pasajeros se acomodan y dejan atrás Fournier. Atrás ese barrio estancado en el tiempo. Atrás esas personas que, con excesiva calma, esperan el próximo servicio. Atrás a esa familiaridad con la que se saludan. Atrás a esa inexistente duda sobre por qué Fournier es Fournier.


(Junio 2014)